jueves, 5 de septiembre de 2013

GOMBRICH / SAN CRISTÓBAL (S. Amorós)

Historiografía del Arte 2013-1
Crítica comparativa de los textos de:
GOMBRICH, Ernst Hans. "La fuerza del hábito". En: El sentido del orden. Estudio sobre la psicología de las artes decorativas, Madrid: Debate, 1999, pp. 171-194.
SAN CRISTÓBAL, Antonio. "Pilastras con modillones en las portadas limeñas". En: Lima: Estudios de la arquitectura virreinal. Lima: Epígrafe, 1992, pp. 183-204.
Samuel Enrique Amorós Castañeda

 
Hubiera deseado enfocarme en textos que tratasen la manera como una obra arquitectónica ha podido influir en la creación o en el modelado de un espacio urbano, pero a pesar de la intensa búsqueda que realicé, solamente pude ubicar uno referido al caso limeño, mas no otro que incumbiera el ámbito europeo de los siglos pasados, a excepción del caso de la plaza de San Pedro del Vaticano, pero me pareció excesivo en comparación con la modesta plazuela de San Agustín. Creo que es una de las tantas tareas que me quedan pendientes en el mediano plazo. Así que decidí centrarme en la portada y enfocarme en el aspecto ornamental, para tratar de entender la razón por la cual se repiten muchos de sus elementos, aunque con variaciones, en otras edificaciones de la ciudad. En este caso, el especialista que realizó las últimas y trascendentales investigaciones fue Antonio San Cristóbal, y es por eso que elegí uno de sus escritos sobre uno de esos elementos. Pero hacía falta hallar un contrapeso entre los diferentes teóricos del arte que hemos venido revisando en el curso. Encontrarlo constituyó una labor complicada, porque la mayoría preferentemente trabajó el campo pictórico, cuya relación es indirecta con el arquitectónico.
En medio de esta situación, he considerado a la obra de Gombrich sobre la percepción psicológica de las obras de arte es una ruta a seguir, es por ello que El sentido del orden me parece un texto fundamental para mi propio estudio, sobre todo el capítulo de escogí, porque reflexiona en torno a la continuidad de las formas decorativas a lo largo de la historia, logrando expandirse sin importar barreras geográficas o culturales, de forma tal que empleando la terminología actual, me atrevería a denominarla como una de las primeras globalizaciones. Estas artes decorativas han llegado a desarrollarse al punto de constituir un lenguaje que resulta tan familiar que su uso se convirtió desde hace milenios en repetitivo, pese a las múltiples variaciones en el tiempo, porque consiguieron incorporarse como un hábito en la mente de los artesanos y artistas en general. También es importante su carácter abierto y carente de regionalismos para entender e interpretar a los diferentes elementos ornamentales y arquitectónicos, que en conjunto logran establecer lo que se conoce como un lenguaje artístico.
En abierta contraposición se ubica el contenido del escrito de San Cristóbal, no tanto porque se refiera a un particular elemento arquitectónico y ornamental, sino porque persigue destacarlo como una de las puntas de lanza con las cuales deseaba diferenciar a las edificaciones limeñas virreinales no solo de sus equivalentes en el territorio peruano, sino en todo el mundo occidental, para así rebatir los prejuiciosos conceptos que consideran al barroco latinoamericano como el resultado marginal de la arquitectura europea, que por consiguiente terminan adjetivándolo de provincial. Este investigador peruano aporta en todas sus publicaciones continuos detalles de primera mano, sobre la base del amplio universo de las fuentes documentales inéditas que consultó y supo interpretar, hasta el punto de redefinir el entendimiento general que se tenía de la arquitectura virreinal. Sin embargo y a pesar de reconocerle indudables méritos, no siempre concuerdo con todas sus apreciaciones.
Es interesante señalar la casi carencia de escrúpulos que muestra Gombrich al emplear denominaciones que suelen contener una carga negativa, como sucede con la palabra remedo, que siempre he considerado como el sinónimo de una mala copia. Por el contrario, este autor la despoja de aquel sentido y más bien creo que la usa con cierto sarcasmo, provocándonos y cuestionándonos. Es por eso que cuando se refiere a la transformación del poste y dintel de madera en la columna y el entablamento de piedra dice que: “[…] los orígenes de la tradición clásica en arquitectura radican en el ‘remedo’, solo que esta vez es un material más caro pero duradero, el mármol, el utilizado para simular la tradicional estructura de madera. […] ¿Qué pudo haber sido, sino la tenacidad de hábitos perceptuales que habían llegado a esperar ciertos elementos estructurales?” (1999: 176), de esa manera, las obras de arquitectura dejaron de ser efímeras y se prolongaron en el tiempo. Por el contrario, en la arquitectura virreinal peruana y sobre todo, de la costa, fue bastante común el proceso inverso, motivado por la escasez de canteras que abastecieran el mercado con piedras de calidad, lo cual trajo como consecuencia un elevado costo para quienes quisieron utilizarlas. La respuesta a ese inconveniente estuvo en reproducir a esos mismos elementos estructurales no solo en madera, sino en ladrillos y hasta en caña y yeso. Por ejemplo, en la portada de San Agustín coexisten las dos expresiones, mientras que los dos primeros cuerpos son de piedra, el tercero es de ladrillo y yesería, sin que aquella diferencia de materiales rompa su unidad o sea notoria a simple vista.
Pero el argumento de la simple repetición es condenado de plano por San Cristóbal, por eso rebusca en el repertorio de elementos de la arquitectura virreinal un elemento que considera inédito en Europa. “[…] replantearnos el problema de si la arquitectura virreinal limeña ha sido provincial y repetitiva respecto a la arquitectura europea; o por el contrario, ella ha generado su propio desarrollo evolutivo autoalimentado.” (1992: 184). Pienso que así como resulta absurdo y discriminatorio pensar en provincianismos con respecto a centros difusores de una mal entendida autenticidad, también ocurre lo propio con el excesivo recelo que plantea el autor rechazando cualquier influencia externa, como si aquella situación le quitara méritos al producto final.
San Cristóbal se enfoca entonces en el estudio pormenorizado de las pilastras con “modillones[1]”, que es importante definir antes de continuar. Debo señalar que el término modillón es completamente impropio, porque solo se denominan así a cada una de las pequeñas ménsulas que soportan el voladizo del entablamento correspondiente a los órdenes corintio y compuesto propuestos por los Tratados de arquitectura del Renacimiento. Recordemos que una ménsula, como elemento estructural, además de arquitectónico y ornamental, tiene por constante formal el predominio del voladizo sobre su altura. En la documentación virreinal (siglos XVII y XVIII) se utilizaba el vocablo “motilo” para designar al elemento asociado con las pilastras que refiere San Cristóbal, y es posible que se tratase de un limeñismo que hoy está en completo desuso, pero el autor creyó conveniente reemplazarlo por modillón, porque en su definición más simple del Diccionario de la Lengua Española[2] solo se lo entiende como un elemento en voladizo, por el contrario, mientras que todos los diccionarios especializados en arquitectura precisan el concepto con las características dimensionales ya indicadas; pero además, San Cristóbal parece haber elegido aquel vocablo porque tiene un sonido medianamente parecido. Pero veamos cuáles son las características formales que tienen los “motilos” que todavía subsisten en Lima. En primer lugar, el voladizo es generalmente inferior a la altura del elemento, o en su defecto igual. En segundo lugar, tiene un aspecto curvo, que de perfil puede parecer una “S”, cuyos extremos se enrollan en volutas y solo en eso se asemeja a los auténticos modillones. Ambas características constituyen lo que propiamente se conoce hoy en día como una cartela, la misma que los emperadores romanos emplearon hace siglos en la clave de sus arcos triunfales[3]. La particularidad del empleo de estos elementos en la arquitectura virreinal limeña está constituida por su peculiar ubicación como el capitel de las pilastras, en reemplazo de cualquiera de los correspondientes a los cinco órdenes, inclusive, en sucesivas ocasiones, también llegó a reemplazar por completo la basa de aquellos soportes.
Aquella pilastra limeña tan particular, bien podría ser entendida como una corrupción de la forma pura correspondiente a la arquitectura europea, inclusive esa podría ser la causa por la cual fue prácticamente soslayada por los investigadores de la arquitectura virreinal peruana del siglo pasado. En paralelo con este punto, conviene recordar lo que indica Gombrich, cuando se refiere a la descalificación que hicieron los teóricos del Renacimiento de las columnas románicas, cuando en verdad solo se trataba de una variación que prolongaba una tradición que venía desde la Antigüedad: “Es aquí donde la tenacidad de las tradiciones ofrece una ventaja inesperada. Tan sólo donde se forman las expectativas, éstas pueden también ser confirmadas con toda seguridad, desechadas frívolamente o rebasadas en plena majestad.” (1999: 177). Podemos hablar de una tradición en Lima y la costa sur del Perú en el empleo de estas pilastras con “modillones”, hasta el punto de presentarse en múltiples formas, que van desde las completamente lisas, hasta las ornamentadas con motivos vegetales y antropomorfos. A pesar que el propio San Cristóbal no las considera dentro de su catalogación[4], conviene resaltar, a las pilastras del tercer cuerpo de la portada de San Agustín con “modillones” por capiteles, pero con el añadido que en la superficie frontal muestran seres antropomorfos, que propiamente constituyen figuras angélicas. Sin embargo, y tomando en consideración las anteriores palabras de Gombrich, si encuentro una mutua coincidencia con San Cristóbal cuando este último se refiere al origen histórico de tales pilastras virreinales, “Lo que sucede es que las pilastras con modillones no fueron asumidas de los tratados clásicos; sino que evolucionaron a partir de ciertos elementos arquitectónicos manieristas plasmados en Lima a principios del siglo XVII.” (1992: 192). Aquí el autor se refiere a la ornamentación manierista de los vanos, de acuerdo a la cual, se disponía una cartela (como ya señalé que debería denominarse) a los costados de las esquinas superiores, de manera que se tenía simétricamente a dos cartelas, que sostenían la cornisa que servía de culminación de todo el tratamiento ornamental. Este punto de partida, tal vez a pesar de la intención manifiesta de San Cristóbal, enlaza indisolublemente al elemento ornamental con la tradición europea.
Es aquí cuando creo que el subtítulo “Modalidades de las pilastras en las portadas” (ídem: 197), del texto de San Cristóbal requiere de una explicación que trasciende al propio autor. ¿Por qué fueron utilizadas múltiples veces en las más variadas formas y tipologías?, hasta el extremo que su presencia fue constante en la arquitectura de las portadas barrocas de Lima, para convertirse en un rasgo distintivo que la diferencia de las iglesias de otras ciudades. Pero el autor no se formula aquella pregunta, tan solo me parece que tácitamente le atribuye al gusto generalizado su empleo masivo, pero esta simple explicación puede ser ampliada si tomamos en cuenta a Gombrich cuando indica que: “[…] todo patrón legado por la tradición llega, con el tiempo, a estar dotado de aquellos adornos y embellecimientos que, al hacerlo más impresionante, facilitan su trasmisión. […] el artesano no se sentirá inclinado a ‘razonar el por qué’ de que sus herramientas y patrones se ajusten a unos moldes, y moldes es lo que él hará.” (1999: 180). Sobre la base de la impresión causada en la percepción del artífice, los elementos arquitectónicos y ornamentales han sido repetidos con infinitas variaciones a lo largo de la historia y es imposible que el caso de Lima escapara a ese automatismo, que a final de cuentas es parte de lo que Konrad Lorenz llama “ritualización” (ídem: 179), es decir, que el aprendizaje de un oficio implica saber transmitir a la siguiente generación las formas aceptadas, a lo cual también se incorpora el público como el receptor de aquellas prácticas y es a partir de entonces que logran generarse hábitos colectivos en la sociedad. Ellos son los que rechazarán los cambios radicales, porque la suma de esos hábitos constituye la tradición, que finalmente se enlaza con la identidad de una nación. Pero aquello, también puede llevar a un conservadurismo, como apunta Gombrich, “[…] La resistencia al cambio en la tecnología y en el arte, tan deplorada por críticos y reformadores, debe ser sintomática de una necesidad profundamente sentida.” (Ídem: 180). La necesidad por mantener un contexto conocido o lo que es el pensamiento inverso, o sea, el miedo y la inestabilidad que puede generar lo nuevo, es lo que muchas veces ha permitido la persistencia de los hábitos, hasta de los más descabellados.
Gombrich dedica la última parte del capítulo a destacar la labor y el método elaborado por Alois Riegl, quien: “Al igual que el etimólogo que busca las raíces de una palabra determinada a lo largo de la historia de varias lenguas, Riegl consiguió identificar motivos básicos detrás de unas apariencias cambiantes.” (1999: 181). Riegl se empeñó en el estudio de la palmeta y su remoto origen en la representación del loto del antiguo Egipto, que luego fue modificada al recibir la influencia del arte cretense, que le incorporó la forma ondulante de la voluta, para extenderse con aquella fisonomía hasta Grecia y Mesopotamia. Pero la historia de la palmeta no culmina allí, los griegos no dudaron en convertirla en una forma estilizada de hoja de acanto, la misma que ornamenta los capiteles corintios, “[…] si se contemplaban ciertas formas antiguas se podía ver que el llamado acanto no era, realmente, ni más ni menos que la antigua palmeta convertida en una hoja.” (Ídem: 185). De manera que cuando los griegos comenzaron a manejar la palmeta heredada de los cretenses, no dudaron en aportarle una variación que la enriqueció al punto de alejarla significativamente de su fisonomía inicial. Podemos decir que si bien la palmeta se origina de una forma natural, presumiblemente de la flor de la madreselva, luego se estiliza y llega a convertirse en un esquema alejado de la forma inicial, pero en todo ese camino se producen híbridos que de por sí constituyen bifurcaciones de una continuidad evolutiva, porque no se trata de buscar eslabones de una cadena que tampoco tiene que ser lineal, esa es una de las principales objeciones al método de Rielg, tal y como señala Gombrich, quien además agrega:
Evidentemente, la etimología de los motivos todavía ofrecería interesantes problemas para la investigación, y desde luego para la demostración, de la interdependencia de todas las civilizaciones del mundo. Y este flujo no seguía una sola dirección, pues hay varios motivos que se desarrollaron en China y se filtraron a Occidente.” (Ídem: 190)
Justamente esta fue la cita que me hizo pensar en las artes decorativas como los primeros elementos de la globalización y creo que allí radica su mayor potencial, hasta ahora insospechado y poco desarrollado.
Gombrich también destaca el método de Riegl por considerar a los ornamentos como seres vivos, es decir, con voluntad propia[5], para contraponerse así a la teoría materialista de la decoración, personificada en el pensamiento de Gottfried Semper, que se fundamentaba tan solo en la técnica como la única y espontánea generadora de los motivos ornamentales. De ahí la explicación del surgimiento del Kunstwollen.
Había que demostrar que esta fuerza inherente invadía todas las manifestaciones artísticas de un periodo o estilo determinados. Una vez que fuese posible demostrar que la arquitectura y la escultura, el diseño y el ornamento obedecían a un principio unificador, el espectro del ‘materialismo’ seguramente podría darse por definitivamente ahuyentado.” (1999: 193)
Algo similar a lo propuesto por Riegl acerca de una continuidad evolutiva, es lo que intentó esbozar San Cristóbal cuando señalaba tres momentos en el uso de las pilastras con “modillones”, que confusamente no considera como necesariamente cronológicos[6]. Así, precisa un primer momento manierista, inicialmente circunscrito a la carpintería, pero que luego se incorporó a la arquitectura, para utilizarse de la misma forma que ocurría en Europa, colocando un “modillón” a cada lado de los vanos, todavía sin apreciarse la existencia debajo de ella de una pilastra. A continuación se produce una variación, por la cual adquiere mayor volumen del elemento ornamental, mientras que paralelamente comienza a patentizarse la presencia de la pilastra, pero todavía se encuentra enlazada a formar parte de la composición de un vano y los recuadros de molduras que lo acompañan. Por último, la pilastra con “modillones” se independiza de los vanos, se incorpora completamente al segundo cuerpo de una portada y conforma propiamente un soporte que le otorga continuidad estructural a las columnas del primer cuerpo. Este último paso evolutivo es el que rescata el autor como un aporte original, pero a mi juicio comete una seria omisión, porque olvida a todos los antecedentes europeos, no se trata de un elemento completamente nuevo, sino de una variación, que evidentemente refleja la adopción de un hábito surgido en el Viejo Mundo. Lo peor de todo es que las pilastras con “modillones” que tanto enaltece el autor como un aporte limeño, ya eran en España conocidas y fueron empleadas cuando menos, desde mediados del siglo XVI, este aspecto constituye un grave cuestionamiento al planteamiento general del autor, que si bien no invalida por completo su reflexión, indudablemente le resta crédito, por haber no haber investigado a profundidad el uso del elemento en otros latitudes, ignorando la existencia de anteriores ejemplares en la península. En todo caso, prefiero destacar como la fuerza del hábito del uso de las pilastras con “modillones” consiguió vencer enormes distancias geográficas para trasladarse hasta Lima, en donde encontró un terreno fértil en donde proliferar y convertirse en una tradición que cubrió las portadas de las edificaciones religiosas por dos siglos, un tiempo mucho más prolongado del que logró perdurar en la península.
Para finalizar, quisiera destacar los aspectos que deseo utilizar en el desarrollo de mi tema de tesis de los textos de Gombrich y San Cristóbal, pero entre los cuales no he encontrado contraposiciones ni coincidencias. Comenzaré con el primero de los nombrados. Leyéndolo he hallado una cita que me hace pensar en el efecto que producen los fustes salomónicos u ondulantes de la portada de San Agustín:
“[…] la línea ondulada es infinitamente adaptable a cualquier zona que deba rellenar, permitiendo contracciones o extensiones, extendiéndose a lo largo de bordes o bien ocultando una interrupción. […] Perceptivamente, la línea ondulada dista de ser simple debido a las interacciones fluctuantes entre figura y fondo que surgen al pasar nuestra mirada de un pandeo a otro, o de un hueco al siguiente. Además, cualquier configuración diagonal es, perceptivamente, menos fácil de captar que la conexión horizontal o vertical.” (Ídem: 184)
En el objeto de estudio de mi tesis, la marcada verticalidad de la portada resulta atenuada por la compleja línea ondulada de los soportes de los dos primeros cuerpos, que además están profusamente ornamentados con motivos vegetales en toda la superficie. Sin embargo, las pilastras con cartelas (o “modillones” según San Cristóbal) del tercer cuerpo regresan a la línea recta para definirlos. Es como si la apariencia de absoluta libertad que expresan los soportes inferiores se viera rigidizada por las conservadoras líneas verticales de las pilastras. Eso mismo genera un sugestivo contrapunto entre las formas.
Antonio San Cristóbal dice sobre el caso del barroco limeño que “[…] ninguna portada menor de Lima acogió las columnas salomónicas o las cariátides propias de los retablos; mientras que los retablos limeños no dieron cabida a las pilastras planas con modillones.” (1992: 204). Por una portada menor, se entiende a cualquiera de las correspondientes a las pequeñas iglesias parroquiales y de monjas, que al contar con menores recursos económicos que las órdenes religiosas masculinas, no pudieron pagar por el costo de una obra monumental. Pero lo verdaderamente interesante de la cita es resaltar, una vez más, cómo la portada de San Agustín de Lima reúne a las columnas salomónicas de los retablos en los dos primeros cuerpos, junto con las pilastras con “modillones” de las portadas menores en el tercero, consiguiendo una síntesis interpretativa de la producción artística de ese momento del siglo XVIII.


[1] De aquí en adelante usaré la denominación entre comillas porque como explicaré a continuación, la considero totalmente inapropiada.
[2] Miembro voladizo sobre el que se asienta una cornisa o alero, o los extremos de un dintel.” (2001, Tomo 7: 1030).
[3] He desarrollado aquella problemática en el siguiente enlace: http://urp-instituto-patrimonio-cultural.blogspot.com/2013/01/la-cartela-historia-y-confusion.html [03-07-2013]
[4] La cita con la que discrepo es la siguiente: “No es suficiente con citar los modillones superiores de la portada principal de San Agustín, por cuanto su función como niños-cargadores de la última cornisa no corresponde a los modillones sobre las pilastras en los segundos cuerpos de las portadas barrocas limeñas.” (1992: 189). Como ya indiqué, no se trata de niños, pero tampoco soportan algún peso, solo están adosados al elemento ornamental que sirve de culminación de la pilastra, por ello no tiene sustento la descalificación del autor.
[5] Propiamente, la cita se refiere al loto en particular: “Al estudiar las vicisitudes del loto que se convertía sucesivamente en palmeta, acanto y arabesco, empezó a pensar en él como si estuviese dotado de vida y voluntad propias.” (1999: 193)
[6] Hay un segundo momento estrictamente evolutivo que no es necesariamente el segundo en orden cronológico, […]” (1992: 194). Tal vez él mismo no estaba seguro que la continuidad de la pilastra con “modillón” siguiera la secuencia que proponía para Lima.

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