Más
que destruirla, el modernismo personaliza la comunicación artística,
confecciona “mensajes” excepcionales en los que el código es casi único.
G. Lipovetsky
En la presente entrada, se pretende responder a la pregunta de si puede considerarse al escultor Auguste Rodin (1840-1917) como un artista modernista o posmodernista. Para ello, nos centraremos en el análisis del caso de una obra suya. Después, mostraremos como esta es una de las responsables de la expansión del campo escultórico. Finalmente, trataremos de explicar dicha expansión como parte del proceso general que atravesó al arte y a la cultura occidentales desde el último tercio del siglo XIX.
1. El caso Balzac
El caso Balzac (de A. Rodin) by César E A Ulloa on Scribd
2. La negatividad de la escultura: la explicación tipológica
Rosalind Krauss, en un artículo que refuta el simple historicismo aplicado en la búsqueda de genealogías para explicar el desarrollo del arte ("La escultura del campo expandido". En La posmodernidad, Kairós, 1983[1979], pp. 59-74), señala que la autonomía de la escultura, separada al fin de las demás artes, especialmente de la arquitectura, se había conseguido a costa de convertirla en una equivalente del monumento, una representación conmemorativa de carácter mimético. Sin embargo, esta ecuación se empieza a desdibujar, justamente, a fines del siglo XIX, con obras como Las puertas del Infierno y el Monumento a Balzac de Rodin. Con ambas “entramos en el espacio de lo que podríamos llamar su condición negativa... una especie de falta de sitio o carencia de hogar, una pérdida absoluta de lugar, lo cual es tanto como decir que entramos en el modernismo” (1983: 64). Krauss explica que la prueba de este fracaso se encuentra en que ninguna de las dos se emplazó en el sitio para el que fueron hechas y en que existe una gran cantidad de copias de las misma en varios museos del mundo (sin lugar a dudas, con esta idea nos acercamos a los planteamientos de W. Benjamin y la pérdida del aura de la obra durante la época de la reproductibilidad técnica).
Para Krauss, este nuevo tipo de esculturas, “antimonumentales”, se caracterizan por la fetichización de su base, lo que las hace nómades, y la presentación desinhibida de sus propios materiales o del proceso de su construcción, lo que elimina al motivo como punto central de la comunicación artística y las torna autónomas, reflexivas (como ya lo apuntaba Rilke). A partir de estas obras, la escultura alcanzará un nuevo estatuto negativo, basado en la ausencia ontológica de representación y de lugar, como no-paisaje y no-arquitectura: una combinación de exclusiones. Pero lo más importante de este proceso es que iniciará el despliegue de otras manifestaciones híbridas, las cuales serán materializadas durante el siglo XX, en eso que la autora no teme en llamar como arte posmoderno.
3. El (pos)modernismo de Rodin: la explicación cultural
En un ensayo bastante sugestivo,
Gilles Lipovetsky (“Modernismo y posmodernismo”. En La era del vacío, Anagrama, Barcelona, 2002[1983]) destaca el carácter isomorfo existente entre
modernismo y posmodernismo, en el que la única diferencia sustancial radica en
la lógica subyacente de cada manifestación cultural: mientras el primero de
estos sistemas obedece a un impulso revolucionario o hot, el segundo lo hace a un registro programado o cool. Así, el posmodernismo, lejos de
ser una reacción paroxística del modernismo, es su aquietamiento, su
relajación, su rehumanización desencantada. Sin embargo, ambos órdenes
culturales son atravesados por lo que este autor denomina como el “proceso de
personalización”, es decir, la búsqueda de la autonomía individual característica
de la empresa política y jurídica emprendida desde la segunda mitad del siglo
XVIII (Rousseau) y responsable del neonarcisismo actual. Este hedonismo
cultural fue gestado, inicialmente, durante la época de auge del modernismo,
entre 1870 y 1930, en el círculo cerrado de las élites intelectuales y
artísticas europeas, pero fue propagado por el capitalismo económico, a través
de la expansión del consumo de masas a partir de los años veinte en EE.UU.,
hasta convertirse en un fenómeno hegemónico en Occidente desde la década de los
setenta del siglo pasado. De este modo, no es el orden tecno-económico de las
sociedades posindustriales, regido por el principio de la eficacia, el que explica la aparición de la cultura posmoderna,
aunque haya contribuido a su globalización; sino el orden político de las
sociedades democráticas, amparado en el imperativo de la igualdad, el que paradójicamente ha constituido esta «disyunción
entre la estructura social y la “cultura antinómica” de la expansión de la
libertad del yo» (2002: 85).
Pero volvamos sobre un punto: en
nuestros días, la democratización del hedonismo es producto de la era del
consumo, entendido este último término como “agente de personalización”, ya que
«obliga al individuo a hacerse cargo de sí mismo, le responsabiliza, es un
sistema de participación ineluctable al contrario de las vituperaciones
lanzadas contra la sociedad del espectáculo y la pasividad» (2002: 109). Para participar
en este sistema, uno debe estar informado, compartir la información en un tipo
de socialización móvil, aunque sin contenido y ajena a los intereses públicos o
colectivos. Este proceso de personalización que, lentamente, atravesó todos los
campos más allá de la cultura, significó el repliegue de otro de los vectores
de la modernidad, el “proceso disciplinario”. El posmodernismo no es otra cosa
que la ruptura de ese equilibrio antinómico. Por esta razón, es fundamental el
estudio de los intelectuales y artistas que, durante la fase más álgida del
modernismo, contribuyeron a la creación del complejo hedonista. En ese sentido,
Rodin es un ejemplo paradigmático a través del cual se puede acceder a una élite que impugnó
las instituciones disciplinarias y jerárquicas antes de la era del consumo, es
decir, antes de que esa actitud se normalizará consuetudinariamente en las
sociedades democráticas y perdiera, por lo tanto, su “virtud provocativa” como
la llama Lipovetsky.
4. Coda
4. Coda
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